Lo primero que conocí al llegar a París fue Montmartre. En ese barrio, a una calle de la Basílica del Sagrado Corazón —en francés Sacré-Coeur— estaba mi hostal. Llegué por la tarde y llovía. Me perdí un poco en la estación de trenes y mi maleta rosa rodaba y rodaba por el empedrado camino. ¿En qué momento sucedió esto? ¿En qué momento estoy sola en estas calles buscando WiFi para pedir un costoso Uber?
Cuando iba en el auto miraba todo con curiosidad y las gotas en la ventana lo hacían más romántico porque con las luces cálidas de los restaurantes y de las farolas se hacía un efecto bokeh precioso ante mis ojos. Era una escena de película cursi, justo como la había imaginado durante tantos años. Lo mágico de esta situación no es que haya sucedido, sino cómo, porque no fue un viaje planeado a esta ciudad, en realidad sólo necesitaba un vuelo a Europa y el mejor en las fechas fue uno en Air France directo a París. La idea era tomar otro vuelo ese mismo día, pero pasaron cosas y lo mejor era quedarme en la ciudad, una noche que después se convirtió en otra y otra y otra, hasta que ya no quería irme. Probablemente si lo hubiera planeado no hubiera sentido tantas cosas bonitas, fue por cómo sucedieron cada uno de los eventos, como una cadena invisible. Y poniéndome más cursi puedo decir que sentí como si fuera destino.
Siempre había soñado con caminar sola por las calles de París. No había imaginado ningún museo, ningún restaurante, ni siquiera me había imaginado posar con la Torre Eiffel, sólo quería caminar y mirar lo que pudiera, intentar comunicarme en las tiendas, conocer y ver pasar a las personas, perderme un poco, subir y bajar del metro. Y así fue: me sentí en casa. Me gusta ver a París como es en realidad y como es en las películas. Me gusta que sea arte, caos y belleza y contraste. Caminar y caminar y mirar hacia arriba.